Capítulo 16: Regreso a Palenque

>> sábado, 11 de abril de 2009

Regreso a Palenque

Sofía, los gemelos, Gloria y doña Martha ya estaban radicando en la casa que don Lucio les había conseguido en las afueras de Palenque desde hacía una semana. Gloria y la abuela habían insistido en acompañar al trío por lo menos durante las primeras semanas mientras se adaptaban. Sofía ya había introducido a los gemelos en los secretos de Palenque y les había otorgado un empleo simbólico aprovechando los talentos de cada uno. Atabulo, quien era bueno para la contabilidad, había sido asignado como ayudante del jefe contable del equipo de excavaciones y, en su calidad de buen conductor era el encargado de ir a la lejana Vista Hermosa por cuanto abasto se ofreciera. Azalea, por el otro lado era buena fotógrafa y por ello Sofía le había encargado realizar parte de la documentación fotográfica del proyecto un trabajo importante ya que en ese tipo de excavaciones se solían sacar fotografías de cada uno de los pasos que daba el equipo.

La mano derecha de Sofía era don Ramiro Balam, un hombre que sabía más de Palenque que muchos arqueólogos e historiadores por el simple hecho de que había trabajado bajo la tutela de todos aquellos que en los últimos 30 años habían realizado algún trabajo, excavación o investigación en el antiguo sitio sagrado maya. También había sido la experiencia de Ramiro quien había influido en Inés para que considerara la exploración del Grupo llamado el “Retiro de Moisés”, llamado así en honor a don Moisés Morales, quien fuera mentor y primer guía de cuanto arqueólogo y estudioso había llegado a Palenque durante los últimos cuarenta años. La relación de Ramiro Balam y don Moisés ya contaba tres décadas en su haber.

El proyecto de excavación en el “Retiro de Moisés,” que ahora seguía a cargo de Sofía había llevado a Inés hacer uno de los hallazgos más importantes de la historia arqueológica de Palenque, igualado tan solo por el descubrimiento de la tumba de K'inich Janaab' Pakal, también conocido por Pacal II o el Grande en el Templo de las Inscripciones en el verano de 1952 en un proyecto a cargo de don Alberto Ruz Lhuillier, la única persona contemporánea para quien se había obtenido la autorización del INAH para depositar sus cenizas en una zona arqueológica. Quizá, algún día en el futuro, a Inés Alcocer se le daría el mismo honor.

Uno de los elementos que más preocupaba a Sofía de su profesión, era la lentitud y el enorme costo de los proyectos de excavación. En Palenque, por citar solo un ejemplo de miles, los que se había rescatado hasta el momento no equivalía ni siquiera al diez por ciento de lo que había sido la ciudad. De las 1038 estructuras que se habían catalogado por el último levantamiento topográfico, tan solo un ciento ha sido explorado. Si la arqueología seguía excavando al ritmo que lo hacía hasta ahora, el tiempo que se necesitaría para terminar con el trabajo iba a ser el mismo que el que ya llevaba la cultura maya de extinta, unos mil o mil doscientos años. Si se consideraban los invaluables descubrimientos que había aportado tan solo la lápida del Templo de las Inscripciones, aunado a lo poco que se conocía en realidad sobre el conocimiento científico maya, esto era realmente inadmisible, para Sofía eso equivalía poco más poco menos que a la quema de las grandes bibliotecas de antaño, como la de Alejandría o la de Córdoba, con la diferencia que no era papel el que se quemaba sino la piedra y la información que contenía que se deterioraba año con año debajo de las tierras enlodadas por las temporadas de lluvias selváticas.
La arqueología necesitaba una revolución gigantesca y el descubrimiento de su madre quizá iba a ser la clave para ello. Un sueño de Sofía era lograr que una gran cantidad de gente se interesara por las antiguas civilizaciones más allá del tráfico de piezas que se seguía dando a gran escala al margen del control gubernamental o la visita, una o dos veces en la vida al Museo Nacional de Antropología. Si los mexicanos, peruanos, egipcios y todos los demás pueblos que vivían en las zonas donde habían existido grandes civilizaciones del mundo antiguo se interesaban más por su pasado, las repercusiones en el presente podrían ser espectaculares. Encontrar datos sobre las estrellas, remedios contra el cáncer y el SIDA, mejorar las arquitecturas, resacralizar la vida y la relación de los seres humanos con la Madre Tierra, en fin, todo esto era posible de hacerse el esfuerzo de rescate.

Para Sofía los centros sagrados del Mundo Antiguo no eran bajo ninguna circunstancia propiedad exclusiva a explorarse por el pequeño gremio de los arqueólogos. Este gremio tenía la función de canalizar y dirigir los esfuerzos de toda la gente y buscar las formas de interpretar los descubrimientos, pero nada más. Sofía soñaba con tener algún día el permiso oficial de entrenar a centenares de muchachos adolescentes en los cuidados que se debían tener en las excavaciones y enviarlos durante algunas vacaciones de verano a trabajar en Palenque u cualquier otro sitio. Calculaba que con un sistema de ese tipo en pocos años toda la antigua ciudad maya podría estar descubierta y la información que los mayas habían heredado al futuro podría ser leída realmente. Quizá, algún día se lograría descubrir la piedra de la roseta maya para dejar fuera todas las especulaciones sobre el significado de la glífica maya. Sofía no se podía imaginar que una cultura como la maya con su grado de desarrollo hubiera obviado el hecho de que las futuras generaciones necesitaran de un código de lectura para interpretar el legado.

Pero el ahora era el ahora y Sofía estaba dispuesta a sumergirse hasta las orejas en el proyecto que le había sido encargado. Sabía cómo ninguna persona en el mundo que los retos eran enormes y la responsabilidad que cargaba en sus hombros era grande, pero siempre se había caracterizado por enfrentar las cosas tal y como se presentaban en el momento. Eso lo había aprendido de su madre desde que tenía uso de conciencia. Para Sofía solo existía el presente y ese presente era lo más preciado que se podía tener.

La casa que el tío Lucio les había conseguido en las afueras de Palenque era una verdadera joya de las épocas en las que la agricultura había sido un negocio lucrativo y desde hacía tiempo había permanecido deshabitada cuando los descendientes de la antigua familia agrícola habían emigrado a alguna ciudad para intentar mantener la fortuna familiar en otro rubro de la economía. Siguiendo el más clásico estilo de las pequeñas haciendas, todas las habitaciones estaban construidas alrededor de un patio central y para ir de una habitación a otra se tenía que salir a un amplio pasillo cubierto cuyo lado abierto hacia el patio estaba decorado con hermosas columnas de cantera. El patio parecía una pequeña selva. En el florecían cientos de plantas que en parte habían sido plantadas por mano humana y en parte habían llegado allí por gracia de la naturaleza. En el centro del patio se encontraban los restos de lo que alguna vez había sido una fuente y una vereda marcada por mil pasos conducía a ella. Desde las columnas hacia la pared varias hamacas colgadas de hamaqueros bien empotrados en la pared impedían la libre circulación al mismo tiempo que brindaban descanso a los moradores en los momentos de más calor. Sofía y los gemelos de inmediato habían decidido que lo suyo no iba ser el dormir en las acaloradas habitaciones interiores, sino justamente en esos gloriosos inventos del pasado mexicano y universal.

Gloria se había posesionado de la amplia cocina y había sacado a dos mujeres de quien sabe donde que llevaban prácticamente toda la semana limpiando, puliendo y sacando todo el brillo posible a los viejos azulejos que adornaban las paredes. Había mandando a Atabulo a conseguir una estufa y un refrigerador nuevos que ya se encontraban instalados y por lo demás enviaba a los habitantes de la casa a que consumieran sus alimentos en una fonda cercana ante la imposibilidad temporal de hacer un uso normal de la cocina.

Por lo demás la situación de la casa con todo su deterioro era más que soportable y la renta, aunque no la pagaba Sofía, sino el Instituto, estaba dentro de los márgenes razonables. De todas formas el trío formado por ella y los gemelos no iba a estar en casa durante mucho tiempo ya que las jornadas transcurrían en parte en la zona arqueológica y en parte en las instalaciones donde estaban los laboratorios, las computadoras y la biblioteca del proyecto que les habían puesto a disposición a un lado del museo de la zona. En muchos otros proyectos se tenía que trabajar en situaciones mucho más precarias. Así que Sofía no tenía porque quejarse al respecto.

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